«Aprende a decir “no” a tus hijos


«Aprende a decir “no” a tus hijos»: ¡Un título revelador! del Editorial Salterrae les compartimos un extracto del libro para esos padres que lo necesitan con urgencia.

El título se muestra revelador, además, por cuanto que se hace eco de una constatación que resulta cada vez más evidente entre los especialistas de la educación: los problemas
que genera una educación excesivamente permisiva, en la que la autoridad –necesaria y sana en su justa medida– se manifiesta en raras ocasiones o es ejercida de un modo inadecuado.

Como ya hemos apuntado, el hecho de que a los padres les cueste trabajo decir «no» o no tengan claro cómo hacerlo, puede tener diversas consecuencias negativas para los hijos, lo que a su vez traerá consigo repercusiones directas sobre toda la familia.

De hecho, podemos observar que estos niños y niñas presentan, entre otros, los problemas siguientes:
■ La adquisición de un sistema de valores poco consistente.
■ Una escasa consideración por todo cuanto hacemos por ellos.
■ Faltas de respeto.
■ Una acusada tendencia hacia la manipulación.
■ Una excesiva propensión a ser caprichosos.
■ Manifestaciones de violencia verbal o física cuando no satisfacemos sus caprichos.
■ Una pronunciada tendencia hacia el egoísmo y la indiferencia.
■ Un alto grado de desobediencia e indisciplina.
■ Una actitud en la que proliferan las amenazas.
■ La necesidad de que se les repita una y otra vez lo mismo.

Aprende a decir «no» a tus hijos nos permitirá establecer la dosis correcta de autoridad para atenuar o disipar por completo este tipo de dificultades. Cuando tenemos la sensación de que la educación de nuestros hijos se nos va de las manos, y con ello el bienestar familiar, de nada sirve tratar de buscar un culpable. Si lo que verdaderamente queremos es mejorar la situación, la única solución posible pasa por modificar nuestra actitud como padres. ¡Ser padre es todo un arte! Pero antes de realizar algún cambio en nuestro modo de educar a nuestros hijos, debemos hacernos una serie de preguntas fundamentales:

■ ¿Es realmente factible conciliar la autoridad y la felicidad?
■ ¿Es fundamental la autoridad para proporcionar una buena educación?
■ ¿Por qué es importante saber decir que no?
■ ¿Cuáles son las ventajas de decir que no?

La primera parte del libro, dedicada al «poder positivo del no», responde a estas preguntas.
Más adelante veremos «cómo decir que no» y «cuándo decir que no». Toda la capacidad de actuación se centra en estos dos niveles.

Saber decir «no» no significa únicamente ser capaz de decir «no» a nuestros hijos sin más, sin dar explicación alguna.

Vamos a demostrar que los buenos resultados vienen determinados, por una parte, por la clase de explicaciones que demos a nuestros pequeños y, por otra, por nuestra forma de actuar.
Estos dos elementos –explicaciones y formas de actuar– serán indicativos de la utilización de estas técnicas nuevas, aún poco conocidas pero muy eficaces, y en la mayoría de los casos de fácil aplicación. En cuestiones de educación, la pura verdad es que todo depende de nuestro modo de actuar.

Hay muchos padres que dicen: «Nuestro hijo se comporta como un ángel con uno de nosotros dos y como un demonio con el otro»; o bien: «Cuando le hablo de una determinada manera, la cosa funciona y me escucha, mientras que si le hablo de otro modo, no hay nada que hacer».

Estas consideraciones vienen perfectamente al caso. A la hora de ejercer nuestra función de padres, por muy buenas que sean nuestras intenciones o por más empeño que pongamos en hacer todo cuanto esté en nuestras manos, si no sabemos cómo tratar a los niños de hoy, nos toparemos con más de un escollo.

El objetivo de Aprende a decir «no» a tus hijos consiste precisamente en ayudar a desarrollar una serie de habilidades para ejercer una autoridad sana y poder proporcionar así una
excelente educación a los hijos.

Tanto si eres madre o padre como si ejerces tu profesión en el campo de la educación, te interesará sin duda leer este libro para familiarizarte con estos conocimientos, que van a
brindarte una inestimable ayuda.

Para educar correctamente a nuestros hijos e inculcarles unos valores fundamentales, veremos que saber decirles «no» reviste una importancia esencial. Cuanto más inteligentes y avispados sean los niños, tanto más capaces serán de enfrentarse a sus padres desde muy temprana edad y tanto más fácil les resultará manipular su entorno. No cabe duda, por tanto, de que los niños de hoy pueden darnos más de un quebradero de cabeza... ¡a menos que sepamos cómo manejar la situación!

EL PODER POSITIVO DEL NO
Las apariencias pueden fácilmente inducirnos a error a simple vista. Pero a quien es
perspicaz el tiempo le revela lo que se oculta tras las apariencias. De igual modo, decir que
no puede parecer injusto. Pero al poco tiempo, gracias a ese no, el niño descubrirá los valores más justos y elevados.

1. Recuperar el respeto
Los padres autoritarios de antaño AGAMOS retroceder las agujas del reloj y regresemos dos
generaciones hacia atrás, a los tiempos de nuestros abuelos.

Por entonces, a la mayoría de los niños ni se les pasaba por la imaginación la posibilidad de poner en duda la autoridad establecida, ni en casa ni en el colegio. Criticar el comportamiento de los adultos, resistirse a obedecer una orden o incluso lanzar una mirada desafiante se consideraba poco menos que un sacrilegio. Con razón o sin ella, las decisiones de los mayores no admitían contestación alguna. Las cosas eran así, y punto, sin necesidad de ninguna explicación lógica. ¡Como manda la tradición!

Por lo común, las relaciones entre padres e hijos estaban marcadas por el yugo de la dominación paterna. Examinando los hechos con un poco de perspectiva, resulta fácil advertir que se trataba de relaciones de dominantes/dominados. Al decir esto, no nos referimos a conceptos de tiranía o
dictadura, sino a la existencia de unas relaciones situadas en un plano de desigualdad entre los distintos miembros de la familia debido a la tradición. En raras ocasiones, padres e hijos podían hablarse de igual a igual, e igualmente raro era que se tuviera en consideración la opinión de los hijos.

R E C U P E R A R E L R E S P E T O

Volvamos ahora a ajustar la hora en nuestros relojes y regresemos al presente. En función de nuestra edad y la mentalidad de nuestros padres, somos, de una forma más o menos, directa producto de aquella educación hoy obsoleta. Los tiempos han cambiado enormemente, y con ello,
también la forma de educar a nuestros hijos. Probablemente, debido a que las generaciones que han sufrido esa educación querían mantener otro tipo de relaciones con sus hijos.

Los padres y madres que han propiciado este cambio deseaban mostrar una actitud menos autoritaria hacia sus pequeños, con la idea de poder así:

■ acercarse más abiertamente a ellos;
■ mejorar los intercambios afectivos mutuos;
■ vivir en un entorno donde los hijos no teman
constantemente ser el blanco de la ira de sus padres;
■ conseguir que sus hijos se sientan a gusto con ellos;
■ desarrollar al máximo el potencial de sus hijos;
■ responder mejor a las necesidades de los pequeños
para favorecer así un mayor grado de desarrollo de
su inteligencia;
■ disfrutar de una relación agradable y enriquecedora.


En resumidas cuentas, puede haber infinidad de razones válidas para desear cambiar el tipo de educación de una época ya obsoleta. Obviamente, estas razones siguen teniendo la misma validez hoy día. Son el fruto de la toma de conciencia de una sociedad en plena evolución: la felicidad de nuestros hijos se ha convertido en algo muy valioso para nosotros.

Desear mejorar nuestro modo de vida cuando este apenas nos resulta satisfactorio, es algo totalmente digno de elogio. ¡Vivan los cambios! Son una cosa de lo más natural, algo que cae por su propio peso.

Aunque los cambios que se han producido desde hace dos generaciones hayan sido inmensos, la situación actual aún dista mucho de ser perfecta. Debemos adquirir más experiencia y perfeccionar nuestra manera de educar. Aún estamos muy lejos del «paraíso familiar».

Numerosos e importantes han sido los cambios de mentalidad que han tenido lugar en estos últimos tiempos. Hasta tal punto es así, que nació incluso una nueva filosofía que arraigó rápidamente y con fuerza. Según esta, había que dejar que los niños dieran rienda suelta a todas sus formas de expresión. Dicha filosofía, derivada, entre otras, de las teorías del doctor Spock, ha ejercido una considerable influencia sobre la mentalidad de los padres. Por fortuna, el propio
doctor Spock ha puesto en tela de juicio sus antiguas teorías, explicando que estas podían tener numerosos efectosnegativos sobre los niños y la familia. Las teorías del citado doctor Spock reflejaban a la perfección el deseo de toda una generación de padres de suavizar las relaciones con sus hijos, hasta entonces demasiado rígidas y duras.

Sin embargo, lo que en la práctica se ha conseguido ha sido pasar precipitadamente de un extremo al otro, sin caer en la cuenta de que con ello estábamos dándoles la espalda a
algunas de las necesidades básicas de nuestros hijos. A partir de ese momento, y como consecuencia directa de esa falta de experiencia, han ido surgiendo otros tipos de problemas familiares y educacionales.

La mayoría de los padres actuales, en su empeño por darles lo mejor a sus hijos, han abandonado ese modelo educativo de corte casi militar que caracterizó a épocas pasadas. Y, desde luego, han hecho bien. Los militares pueden ser eficaces, pero muchas veces a costa de su propia felicidad. Ese estilo de educación no es el apropiado para la familia, puesto que sus fines nada tienen que ver con los del ejército.

Partiendo de esta evidencia, podemos formularnos las siguientes preguntas: ¿Qué sustituye hoy a la autoridad de antaño? ¿Es preciso que los niños estén constreñidos en unos moldes estrictos?

He aquí dos importantes preguntas para los padres de nuestro tiempo. Mi trabajo como coordinador y asesor de diferentes especialistas que ejercen su labor en el campo de la educación,
mi contacto directo con miles de padres y mis propias observaciones me han llevado al convencimiento sincero de poder aportar la respuesta a esas preguntas.

La felicidad y el óptimo desarrollo del niño dependen en un grado muy elevado de la educación recibida. Esta educación engloba tanto los aspectos formativos como los relativos a la orientación o encauzamiento conductual.

Por una parte, la formación debe ser de calidad. En la presente obra le reservaremos un lugar destacado y analizaremos de una manera pormenorizada el tipo de explicaciones que conviene dar a los niños. Como veremos, estas explicaciones son muy diferentes de las que solía dárseles en otros tiempos y que aún hoy siguen utilizándose. Por otra parte, la orientación o encauzamiento es esencial e implica necesariamente una u otra forma de autoridad.

De no ser así, el niño convertiría en ley su voluntad, y nos hallaríamos ante una forma de anarquía –el desorden y la confusión causados por la ausencia de reglas familiares– donde el ni-
ño haría y desharía a su antojo en detrimento de todos, incluido él mismo. Analizaremos detenidamente esta necesidad de mantener cierto grado de autoridad, al tiempo que incidiremos en los peligros que puede conllevar su ausencia.

A propósito de la autoridad, hay que reseñar que esta palabra suele despertar sentimientos más o menos negativos en la mayoría de nosotros porque, en líneas generales, la autoridad ha sido a menudo –y sigue siendo hoy– mal ejercida.

No es de extrañar que el término «autoridad» se haya convertido en un sinónimo de control y abuso de poder. No obstante, deberíamos comprender que es posible ejercer un control sano que tenga en cuenta las necesidades reales de todos, sin por ello tener que caer en el abuso y la
dominación.

De unos años a esta parte, se viene observando en los niños una tendencia cada vez más acusada a hacer todo cuanto se les antoja, y los adultos se muestran proclives a dejarles hacer. Por lo menos, hasta que surgen los problemas.

En opinión de varios de mis colegas, la autoridad antigua, demasiado severa, no ha sido sustituida por una clase mejor de autoridad, sino que más bien ha dado paso a una especie de negligencia.
Es hora de abordar ciertos cambios importantes en nuestra pedagogía actual, con objeto de perfeccionarla. Debemos seguir aspirando a mejorar las relaciones con nuestros hijos, pero sin que ello redunde en un perjuicio para su educación.

La clave está en responder mejor a sus necesidades de encauzamiento. Los niños hoy ya no temen a los padres A menudo oímos decir: «Los niños de hoy ya no “respetan” nada».
No obstante, a poco que ahondemos en el tema, y a la luz de la opinión de los expertos, vemos que sería más exacto decir: «Los jóvenes cada vez “temen” menos a la autoridad».

No soy el primero en querer incidir en la distinción entre las palabras «temor» y «respeto»; pero, en cualquier caso, son conceptos que todavía hoy siguen estando íntimamente
ligados en la mentalidad de muchas personas.

Sin embargo, existe una gran diferencia entre el verdadero respeto y el que lleva implícito nociones de temor. De hecho, a muchos nos resulta posible discernir los matices entre
ambos con solo confrontar esas dos palabras. No obstante, precisar el valor del respeto bien entendido, depurado de su connotación de temor, se me antoja una cuestión primordial
para la pedagogía moderna, sobre todo cuando se habla de ejercer una autoridad sana.

¿Queremos ser temidos o respetados? Es esta una pregunta clara que precisa una respuesta igualmente clara por parte de cada uno de nosotros.

El concepto de temor puede sumar a la noción de miedo la de abuso de poder. El respeto, en cambio, engloba otra serie de nociones que analizaremos más adelante. Pero antes de hablar del respeto bien entendido, despojado de la noción de temor que tan a menudo se le asocia, veamos por qué los jóvenes actuales le han perdido el miedo a la autoridad y por qué han desarrollado la capacidad de resistirse a ella tenazmente.

Podemos señalar cuatro factores*:

1. Los niños son cada vez más inteligentes y tienen la mente despierta, lo que les permite percibir enseguida:
– las debilidades de los adultos;
– los puntos flacos y las incoherencias del entorno en el que se desenvuelven;
– las tácticas del juego de la manipulación para obtener lo que desean.

2. El desarrollo psicológico de los niños es cada vez más precoz. Desde su más temprana edad son capaces de demostrar sus aptitudes y su inteligencia. Así pues, desde muy pequeños están preparados para explotar los puntos antes mencionados, y es frecuente que a los padres y a los
educadores esto les pille desprevenidos.

3. El poder psicológico de los niños es cada vez mayor. Están dispuestos, con razón o sin ella, a enfrentarse con uñas y dientes a todo cuanto se interponga en su camino, entre lo que se incluye la autoridad.

* Para una información más detallada a este respecto, recomiendo encarecidamente la excelente serie de volúmenes dedicados a la figura del niño impermeable a todo cuanto se le dice, o «niño teflón», escritos por Daniel Kemp y publicados por Les Éditions Quebecor.

4. Resulta cada vez más difícil manipular a los niños a través de las emociones. Aunque es obvio que estas puedan influir en ellos, no por ello van a mostrarse dispuestos a cambiar así como así su comportamiento y a hacer lo que les pedimos por el mero hecho de que aduzcamos razones de carácter emotivo. De ahí que muestren una especial resistencia a una educación que culpabiliza, moraliza y abusa de las razones emotivas, sean cuales sean.

He aquí algunos ejemplos de comentarios que a menudo se hacen a los niños con el fin de manipularlos emocionalmente: «Eso no está nada bien»; «¿Quién te has creído
que eres?»; «Si nos quisieras, ordenarías tu habitación»; «Siempre tienes la culpa»; «Estarás contento...: ya has disgustado a mamá»; «¿No te da vergüenza?»; etc.

Claro está que no todos los niños responden a este retrato, y si lo hacen, será en mayor o menor grado según los casos; pero sí es cierto que refleja bastante bien la tendencia actual y puede permitirnos comprender mejor cuál es la actitud de nuestros pequeños con respecto a la autoridad.

En todos los talleres y actividades que he tenido el placer de coordinar hasta la fecha y en los que he descrito de este modo a los jóvenes de hoy, las personas asistentes no han dudado en confirmar la existencia de esa realidad.

Ese tipo de carácter rebelde e impermeable a todo lo que se le diga, que se ha dado en llamar «teflón» (en referencia al conocido material antiadherente de las sartenes y demás
utensilios domésticos), no tiene por qué impedir necesariamente que el niño pueda recibir una buena educación y vivir en armonía con los adultos. Todo depende exclusivamente de la forma en que sepamos educarlos. Ahora bien, independientemente del tipo de educación que reciban, es
un hecho evidente que ese carácter está cada vez más presente en nuestros hijos y les lleva de un modo natural a perderle el miedo a la autoridad.

No quiere decirse con esto que la autoridad haya perdido su razón de ser. ¡Nada de eso! Por ahora, nos limitaremos a constatar que el tipo de respeto que hacía surgir el temor
en los niños de generaciones pasadas tiene una influencia cada vez menor en las generaciones actuales, y esto es así porque ya no se esgrime el miedo como arma para acallar sus
opiniones y sus muestras de desagrado.

El desmoronamiento de aquella sociedad antigua gobernada por el miedo es una buena razón para que deseemos dejar de ser temidos y, en lugar de ello, aspiremos a ser respetados y amados de verdad. De igual modo, deberíamos abandonar esa creencia de que los jóvenes de hoy no respetan nada. Lo que en realidad sucede es que muchos de ellos ya no temen nada. Lo cual no quiere decir en modo alguno que no puedan respetar nada.

El niño, amo y señor En los tiempos de las grandes familias, que integraban bajo un mismo techo, e incluso en una misma habitación, a un gran número de hermanos y hermanas, las relaciones familiares eran diferentes. Los padres no podían centrar su atención en un único hijo. Aportaban lo que buenamente podían, y la chiquillería, según qué casos, se disputaba o se repartía lo
poco que había.

En nuestros días, en cambio, con la mejora general de la situación económica, y al haberse restringido el núcleo familiar, el niño recibe muchas atenciones. La familia se ha convertido en su pequeño reino. No tarda en descubrir que, en casa, él es el centro de atención de sus padres y que, por tanto, se le concede mucha importancia. Eso le confiere una posición de fuerza o, lo que es lo mismo, de poder. Esto es algo que el niño comprende rápidamente, aunque no levante aún dos palmos del suelo.

Además, cuando los padres trabajan fuera, suelen tender a mimar al hijo para compensar su ausencia. Tendrían la impresión de ser unos malos padres si no sucumbieran a sus
múltiples peticiones. Hay incluso quienes, sin la obligación de ausentarse del hogar, tienen una inclinación natural a satisfacer todos los caprichos de sus hijos.

Si el niño está acostumbrado a que sus padres estén siempre pendientes de él, y estos no saben decir «no» a determinados requerimientos suyos o no saben cómo reprocharle ciertos comportamientos, no tardará en descubrir que, a su manera, él es el amo y señor de la situación.
Así las cosas, y dado el carácter de los niños de hoy, el terreno estará abonado para que puedan dedicarse a manipular a su antojo a quienes les rodean.

Desde hace varios años, trabajo en el Centro para niños «teflón» de Québec, y mi labor consiste en ayudar a los padres que ya no saben qué hacer con sus hijos.

En cierta ocasión, dos madres me contaron una historia idéntica que cada una de ellas había vivido en su respectivo hogar. Su hijo consiguió atraer su atención sobre algo que supuestamente sucedía en la calle. Cuando la madre salió al balcón, el hijo volvió a entrar rápidamente y le echó el cerrojo a la puerta. La madre, desconcertada, no daba crédito a sus ojos al ver que su hijo aprovechaba la ocasión para lanzar contra las paredes de la casa toda la comida que encontraba en la cocina. Uno de estos niños tenía cuatro años y medio, y el otro tan solo tres y medio.
Después de que me contaran esta anécdota, mantuve una breve charla con ellas y les expliqué que les convendría ser un poco más firmes con su hijo. Ambas me dijeron que tenían miedo de ser demasiado severas: «Es demasiado pequeño para entenderlo. Tengo miedo de hacerle daño si le hablo en un tono demasiado duro».

Sin embargo, si los niños son capaces a tan temprana edad de hacer una cosa semejante, igualmente capaces son de comprender rápidamente lo que sus padres hacen o les dicen. Pueden perfectamente hacerle frente a una reprimenda y, si nadie lo impide actuando de un modo más enérgico, se exponen a convertirse en unos «pequeños monstruos», según la expresión popular.

Podríamos contar otras muchas historias como esta, intrascendentes o francamente preocupantes, que demostrarían hasta qué punto los padres de nuestro tiempo han salido de Herodes para entrar en Pilato o, lo que es lo mismo, han pasado de un extremo a otro.
¿Demasiado blandos? ¿Demasiado buenos? ¿Miedo a las reacciones del niño? ¿Miedo a ser demasiado estrictos? ¿Miedo al qué dirán? ¿El afán de ganarse el cariño del hijo? Sean
cuales sean las razones, el niño descubre pronto que tiene la sartén por el mango. En un contexto así, ¿cómo podríamos instaurar unas nociones de respeto que nos permitieran vivir en armonía?

El verdadero respeto debe volver a ocupar el lugar que le corresponde ¿Es posible respetar a los padres, al jefe, a los policías, a los jueces o a cualquier otra persona –independientemente de su
fuerza física– que ejerza algún tipo de autoridad, sin tener que temerla en modo alguno?

Por supuesto que sí, pero también suele suceder que sea el temor lo que infunda el respeto ajeno. Hay una expresión popular que viene perfectamente al caso: «Es un hombre –una mujer, un enemigo, un toro, un perro...– que impone respeto».

Analicemos esto en más profundidad:
Recordemos, sin ir más lejos, algunos sucesos que han tenido lugar en varias grandes ciudades y donde, por diversos motivos, un nutrido grupo de manifestantes han tomado al asalto un barrio entero y han saqueado todo cuanto han encontrado a su paso. Es algo que ha sucedido no hace mucho en las ciudades de Los Ángeles y Montreal, por citar solo dos ejemplos.

En estos casos, siempre suele haber individuos que aprovechan la ocasión para desvalijar las tiendas o cometer actos vandálicos. No todos los presentes en esa clase de manifestaciones actúan movidos por una causa concreta. Los hay que simplemente se aprovechan del hecho de que haya una multitud enfurecida difícil de contener por parte de las fuerzas del orden. Como el riesgo de ser detenidos por la policía es escaso, estas personas se dedican a delinquir.

No obstante, en el curso de esas mismas manifestaciones, otras personas no roban ni saquean, a pesar de tener la posibilidad de infringir la ley. Contrariamente a la actitud que exhiben otros, ellos siguen respetando el orden, las propiedades y la integridad de las personas del lugar. No es que estas personas teman las leyes, sino que para ellas se trata de una cuestión de respeto.

Veamos otro ejemplo. Si los policías no pusieran multas, algunas personas aprovecharían la ocasión para circular a sus anchas, poniendo en peligro su vida y la de los demás. Sin
embargo, otros conductores seguirían circulando con precaución, aun cuando no les asustara el hecho de conducir a más velocidad. En tal caso, podríamos afirmar también que esas personas respetan ciertos principios, en vez de decir que temen que les pongan una multa.

Así pues, vemos que es posible respetar unas determinadas directrices sin tener por ello que temer las reacciones de los demás, como pueden ser las reprimendas, la ira o algún tipo de castigo.

Lo mismo sucede con los niños. Muchos de ellos son respetuosos con la gente y con su entorno sin necesidad de verse obligados a actuar así por miedo.

En cambio, es evidente que algunos jóvenes parecen necesitar una cierta dosis de temor para comportarse bien. Pero, llevando el asunto al terreno pedagógico, ¿qué tipo de respeto es el que deseamos inculcar?

Algunos padres educan a sus hijos de tal modo que estos les tengan miedo. Cuando estos padres envejecen, sus hijos, ya mayores, suelen dejar de temerlos. Llegados a este punto, por lo común la relación se deteriora rápidamente, si es que no se rompe por completo. El hecho es que estos padres no han sabido ganarse el verdadero respeto de sus hijos.

Si nos esforzamos por inculcar nociones de respeto sin necesidad de recurrir a las amenazas, por lo general obtendremos unos resultados mucho más satisfactorios. Si nos valemos de
amenazas, jamás conseguiremos ser respetados de verdad.

La respetabilidad no es algo que pueda imponerse: es algo que se gana con el tiempo. Si tratamos de imponer el respeto de nuestros hijos, no lo conseguiremos; tan solo lograremos que actúen por temor al castigo.

Preguntémonos de nuevo: ¿queremos en realidad que nuestros hijos nos teman o preferimos que nos respeten? Si buscamos la respuesta en nuestro fuero interno, veremos de una manera sincera si lo que perseguimos es el miedo o el respeto. Nuestra meta no es intimidar a las personas de nuestro entorno o a nuestros hijos. Simplemente, deseamos que se nos tenga en consideración. Eso es todo.

Pero el miedo no es algo que case bien con gozar de una buena consideración, como tampoco será un buen método para ganar el amor de nuestros hijos. En primera instancia, puede resultarnos fácil pensar que si el niño teme los castigos, se comportará mejor con nosotros.

Y si bien es cierto que podemos lograr que nos tenga miedo, eso no nos garantiza en modo alguno un respeto auténtico, fiable y duradero. Además, algunos niños no temen los castigos, y otros se niegan de plano a entrar en el juego del miedo y la injusticia.

En tales casos, se anuncia una guerra de trincheras en la que el respeto será siempre el que salga peor parado. Y es altamente probable que los niños se defiendan con nuestras mismas armas, buscando a su manera la forma de infundirnos temor por las mismas razones que
nosotros lo esgrimimos.

Así, lo único que se consigue es desterrar el respeto del ámbito de las relaciones familiares.
Vemos, pues, que siempre es preferible ser respetado antes que ser temido. En materia de pedagogía, es sin duda el mejor camino.

Pero ¿en qué consiste el respeto? Es la suma de la consideración, la debida atención, el aprecio e incluso el amor que se le presta a un ser o a una cosa. Y se expresa a través de la belleza, el agrado y la justicia de los actos o las palabras. Es evidente que tales virtudes no las traen los niños bajo el brazo en el momento de nacer; y por proseguir con el tono humorístico, podemos decir que son unos «extras» que solo podremos añadir al equipamiento de serie mucho tiempo después de matricular al bebé. Se trata, no obstante, de cualidades que pueden adquirirse bastante pronto si sabemos cómo desarrollarlas.

Son frecuentes las familias que sufren problemas de diversa índole, como peleas, violencia verbal o física, frustraciones, falta de comunicación, hurtos, etc. A poco que analicemos la situación, nos daremos cuenta de que estos hechos suelen ser consecuencia de una educación en la que no existe la debida consideración entre los diferentes miembros de la familia.

Por ejemplo, muchos padres dicen que sus hijos no les escuchan. Por lo común, suele ser un problema generado por una falta de consideración el causante de que esos hijos no hagan caso o no sepan valorar lo que sus padres les dicen.

La ausencia de respeto no solo es la causa de numerosos dramas familiares; también lo es de una infinidad de pequeños sinsabores cotidianos.

Ahora bien, cuando los padres logran instaurar unas relaciones un poco más respetuosas, observamos que todas esas dificultades se disipan rápidamente. Al menos, siempre y
cuando se haya aprendido a manejar la situación.

El respeto constituye los cimientos sobre los cuales se edifican las buenas relaciones familiares, caracterizadas por el entendimiento mutuo. Es la sólida base que sustenta a toda familia feliz.

Por todo ello, podemos afirmar abiertamente que el respeto bien entendido debe ocupar el lugar que merece. La importancia del «no» para lograr un mayor respeto Si sabemos decirle «no» a nuestro hijo lograremos, entre otras muchas cosas:

■ que se dé cuenta de que las cosas no le caen del cielo;
■ que descubra el carácter de las personas;
■ que aprecie el valor de sus padres;
■ que tenga en cuenta lo que ellos hacen por él;
■ que comprenda el valor de las cosas;
■ que perciba, en la medida de sus posibilidades, el valor del dinero.

Nada cae del cielo como el maná. Todo tiene su precio, y ese precio hay que pagarlo, ya sea en dinero, en esfuerzo o en tiempo, según los casos. El niño debe asimilar rápidamente este principio. Si no es consciente de él, no podrá conocer el valor de las cosas ni respetarlas en su justa medida.

Los juguetes del niño no surgen de la nada. Son los padres, los parientes, los amigos de la familia o los Reyes Magos quienes los consiguen para él a fuerza de trabajo, en muchas ocasiones muy duro. Cabe decir lo mismo con respecto a su comida, su ropa, su casa, su cama... y todas las demás cosas que posee, así como en relación al tiempo y los esfuerzos que se le dedican. Hay que pagar un precio muy alto por todo ello. ¿Cuántos padres hay que sacrifican todo su tiempo y su dinero para satisfacer los más mínimos caprichos de sus hijos, prescindiendo de sus propias necesidades?

Para ellos, el niño es lo primero. ¡Adiós, sueños! ¡Adiós, placeres! Hay un niño en casa, y
todo lo demás sobra. ¿Vacaciones? Quizás el año que viene. Lo primero es la bicicleta y la videoconsola para el chaval.

¿Que hacen falta unas gafas o hay que ir al dentista? Antes que eso está el niño. Y si después queda algo de dinero, entonces les tocará el turno a los padres.

¡Qué abnegación! ¡Les doy mi más sincera enhorabuena! Pero ¿se han parado a pensar si su hijo es consciente de tantos sacrificios? A todos, tanto a nosotros en cuanto padres como a nuestros hijos, nos conviene que estos sepan valorar todo lo que forma parte de su entorno, en especial los esfuerzos que hacemos por ellos. De lo contrario, ¿cómo podríamos ganarnos su respeto?
Más de una vez oímos decir a algún padre o madre: «¡Si solo es un niño...! ¿Cómo va a entender todo lo que se le dice? Es normal que no mire por sus cosas o que nos hable así. Ya cambiará cuando crezca».

Partiendo de esta base, el niño es plenamente libre de pensar y de actuar como tal. Y se dice para sus adentros: «Mis padres están ahí para atenderme y para darme todo lo que quiera. ¿Para qué voy a molestarme en mirar por mis cosas y en agradar a la gente que me rodea? ¿Qué más me da?: a mí todo me sale gratis. Si rompo algo, para eso están mis padres, para pagar los desperfectos o comprar un objeto nuevo. Lo natural es que mis padres se ocupen de mí: no les queda otra elección.

Después de todo, para eso sirven los padres».
De poco vale esperar un remedio milagroso si lo que queremos es que nuestros hijos dejen de pensar o actuar de ese modo. Este tipo de actitud perniciosa puede prolongarse indefinidamente, si es que no va a peor. La esperanza nos da paciencia y fuerzas para resistir, pero no nos aporta soluciones. Así las cosas, es preferible que pongamos manos a la obra desde ya para hallar remedio a la situación.

Los niños están perfectamente capacitados para comprender con rapidez lo que se les explica correctamente. Desde el momento en que son capaces de comprender las palabras, podemos empezar a hacerles ver el valor de lo que les rodea. Entre otras cosas, podemos enseñarles a comportarse con dulzura con nosotros antes incluso de que comprendan el lenguaje de las palabras.

Nuestra labor como padres merece un reconocimiento. Nuestro trabajo, nuestros esfuerzos y nuestra bondad hacia ellos no pueden quedar infravalorados con la excusa de que
para eso estamos ahí y de que es algo natural. No olvidemos que cuando el respeto brilla por su ausencia, surge una infinidad de problemas familiares.

Para que nuestros hijos nos respeten, lo primero que hemos de hacer es ser conscientes de nuestro propio valor, de que nada de lo que hacemos por ellos, por pequeño que sea, carece de
importancia. Una vez que hayamos asimilado esta idea, nos resultará bastante fácil transmitírsela a nuestros hijos.

Aprender a decir «no» a nuestros hijos implica, ante todo, no dar siempre por sentado que debemos decirles que sí a todo, en especial cuando apenas aprecian lo que hacemos por
ellos o cuando adoptan una actitud incorrecta con nosotros.

Por otra parte, si sabemos decirle «no», el niño aprenderá que no tiene derecho a todo por el mero hecho de ser quien es. Si dejamos bien sentadas sus bases, estos dos principios allanarán el camino que conduce al despertar del respeto filial.