Los escuadrones de la muerte
Anwar Congo, uno de los cabecillas de los escuadrones de la muerte que actuaron en Indonesia tras el golpe militar contra el presidente Sukarno, es la estrella de esta película. Verdugo responsable, según sus palabras, de la tortura y asesinato con sus propias manos de más de mil personas, escenifica ante la cámara los crímenes que cometió, explica cómo perpetraba sus agresiones y se vanagloria de haberse inspirado para ello en las películas de gángsteres que estrenaban en el cine.
Matón de cine, en su juventud él y sus amigos controlaban el mercado negro de entradas. El ejército les reclutó tras el golpe para los escuadrones de la muerte porque sabía que odiaban a los comunistas -principales boicoteadores de las películas de EEUU, las más rentables en los cines- y ya habían demostrado que eran capaces de cualquier acto de violencia. Hoy, casi cincuenta años después, Anwar Congo es una figura venerada en Indonesia.
Fundador de una poderosísima organización paramilitar (Juventud de Pancasila), en la que figuran públicamente ministros del Gobierno, se le trata con todos los honores. Es la imagen, el símbolo, de un país demente, que aplaude la corrupción y la violencia. Un país en el que los genocidas son invitados de lujo en los programas de televisión, donde se explayan sobre sus proyectos cinematográficos y sobre sus aterradores asesinatos reales. Un país donde una buena parte de la población sigue viviendo completamente aterrorizada y a la que da la espalda el resto del planeta.
Palabra de genocida
“Matar está prohibido, por tanto, todos los asesinos son castigados, a menos que maten en grandes cantidades y al sonido de las trompetas”. Son las palabras de Voltaire con las que se abre esta película, en la que conviven las escenas del pavoroso rodaje en el que trabajan los criminales, con imágenes de ellos en otras situaciones y ante la cámara contestando a las preguntas del equipo de Oppenheimer.
- ¿Cómo exterminó a los comunistas?
- Los matamos a todos. Eso fue lo que pasó.
“No importa si acaba en la pantalla grande o en la televisión”, dice Anwar Congo refiriéndose a la película que están rodando y antes de añadir: “Tenemos que demostrar que ésta es la historia, que esto es lo que somos, para que la gente en el futuro lo recuerde”. Un esfuerzo tardío después de hablar ante las cámaras de este documental, pues es absolutamente imposible olvidar lo que cuentan, cómo lo cuentan y, lo peor, cómo lo celebran.
Anwar Congo baila vestido como un gangster de película después de mostrar el sitio donde llevaba a cabo las torturas. “Al principio los apaleábamos hasta la muerte, pero había muchísima sangre (…). Cuando limpiábamos, el olor era terrible. Para evitar la sangre, teníamos un sistema”. Y dicho esto, unos pasos de chachachá. Estremecedor.
“Matar a gente que no quería morir”
Testimonios como éste se suceden a lo largo de toda la película y no solo procedentes del recuerdo de Anwar Congo. Un editor de prensa -”mi trabajo era hacer que el público odiase a los comunistas”-, un líder paramilitar local que hace ante las cámaras una ronda de extorsión en el mercado exigiendo dinero, el mismísimo vicepresidente del país, otro verdugo de la época, un miembro del Parlamento de Sumatra del Norte o el subsecretario de Juventud y Deporte hacen sus personales aportaciones al documental, dejando constancia de una de las cosas más sorprendentes de todas, la absoluta banalidad con que todos perciben el genocidio cometido y la perfecta impunidad que han construido a su alrededor.
“¿A cuántas personas mató?” pregunta a Anwar Congo con una sonrisa deslumbrante una presentadora de la TVRI, televisión pública de Indonesia. “A unas mil”, contesta él también sonriente. Espeluznante y, al mismo tiempo, lógico. Al fin y al cabo, Anwar Congo y sus colegas torturadores están ahí haciendo publicidad, promocionando la película que han rodado describiendo sus asesinatos.
La aberración ha llegado aquí a su punto culminante. Han pasado casi dos horas desde que comenzara la película y el espectador ha asistido al grotesco espectáculo de la fanfarronería de unos asesinos de masas. En todo ese tiempo se habrá preguntado, seguramente varias veces, ¿cómo es posible vivir con ello y ni siquiera arrepentirse? La respuesta es que probablemente no es posible.
“Sé que mis pesadillas las causa lo que hice, matar a gente que no quería morir”, dice en un momento del documental Anwar Congo, cada vez más afectado por el proceso de rodaje de la película y a quien la cámara de Oppenheimer graba también mientras interpreta el papel de víctima en una de sus recreaciones. Momento clave para el genocida y para The Act of Killing, éste en que el asesino se pone en lugar de sus víctimas. Es una secuencia que conduce al final de este documento. Y aquí, las turbulencias emocionales por las que ha pasado el espectador son tantas y tan profundas que ya es muy difícil decidir si ese hombre -en el que algo ahora ha cambiado- está arrepentido o si lo que siente es asco ante la marea de sangre provocada o si es que realmente no quería entender y ahora, por fin, ha entendido lo que significa el acto de matar.
Ver película: The act of killing – El acto de matar