LUJURIA

Hablemos hoy de sexo. Es tan humano, el deseo, la búsqueda de placer, el perseguir, en el contacto físico, el disfrute, un buen rato, el celebrar el cuerpo en su sentido más profundo. La lujuria tiene que ver con perseguir el placer físico al margen de otras consideraciones. Al margen de otros elementos de la relación. Es el placer por el placer, el sexo por el sexo, el disfrute por el disfrute. Es algo muy al alcance de todo el mundo hoy, en una sociedad que asume el sexo como una dimensión habitual de las relaciones sociales, y donde muchas formas de estimulación están al alcance de casi cualquiera.
 
¿Dónde está el problema en esto? ¿Por qué hablar de pecado? ¿Es aquí donde, tal vez, asoma lo más puritano, lo más represivo, lo menos celebrativo de una Iglesia y una moral que no comprende las bondades del sexo? ¿Por qué ver problema en la lujuria? ¿En qué sentido nos perjudica? Si dos adultos quieren, ¿dónde está el problema? El problema es que termina proponiendo una vivencia de las relaciones físicas que se agota en sí misma. Eso, a muchas personas les puede bastar. Pero se pierden –al menos desde la concepción creyente de la persona– una opción valiente y con un punto de riesgo: la decisión de vincular las relaciones sexuales a la experiencia interpersonal del amor.
 
¿Cuál es la alternativa? Vincular el sexo al amor. No a cualquier cosa que se llama amor. Al amor que es apertura incondicional. Que es relación. Que es historia que se va escribiendo con el paso del tiempo. Que es comunicación. Que es compromiso. Y que irá alcanzando mayores niveles de intimidad a medida que va creciendo y consolidándose. Probablemente es en este campo donde la mirada, desde la fe, debería ser menos desde la prohibición  y más desde la propuesta. La propuesta creyente es vincular el sexo al amor. Para que no se quede reducido a algo demasiado mecánico, demasiado egocéntrico, demasiado inmediato o demasiado vacío.