Uno de los efectos inmediatos y más dramáticos del efímero idilio entre la Unión Soviética y el Tercer Reich fue el aplastamiento conjunto de Polonia, que puso a millones de personas a merced de dos voraces regímenes totalitarios. Entre las víctimas se contaron los miles de oficiales y soldados del ejército polaco que cayeron en las fauces del gulag, muy pocos de los cuales sobrevivieron a la experiencia. El NKVD, organismo de seguridad de la URSS, empleó tres campos de concentración principales para retener entre fines de 1939 y abril de 1940 a una muchedumbre de militares polacos: Starobielsk, Kozielsk y Ostaszków. Alrededor de cuatro mil fueron a dar al primero de ellos, situado al sudeste de Ucrania; menos de un centenar salió con vida. Uno de los supervivientes de Starobielsk fue el artista y oficial de reserva Józef Czapski, quien pudo escapar del aciago destino sufrido por miles de reclusos de su nacionalidad, ejecutados en Katyn o devorados por el gulag. Czapski sobrevivió para contarlo y con pleno conocimiento de causa pues no sólo padeció el cruel cautiverio sino que, tras uno de aquellos sórdidos vuelcos de la historia –la Operación Barbarroja, que hizo de soviéticos y polacos unos incómodos aliados-, en 1941 y 1942 estuvo a cargo de las investigaciones sobre el paradero de sus compañeros de armas desaparecidos, apresados poco antes por los soviéticos. Apenas puede concebirse un esfuerzo más vano, el de semejantes investigaciones, pues suponía chocar contra el hermetismo, la mendacidad y el tendido de cortinas de humo: genuinas especialidades del régimen bolchevique.
Tras el previsible fracaso de sus pesquisas, Czapski fue designado jefe del Departamento de Propaganda del nuevo ejército polaco, organizado con el reticente beneplácito de Stalin en territorio soviético, unos meses después del ataque alemán a la URSS. El puesto lo hizo responsable, entre otros cometidos, de la edición de boletines, de actividades formativas y recreativas y de las relaciones públicas con los soviéticos. Casi completamente desarmado, mal vestido y peor alimentado, compuesto mayoritariamente por hombres de salud quebrantada por toda clase de penurias, este remedo de ejército abandonó la URSS traspasando sus fronteras meridionales y desde Irán se dirigió a Italia, en donde pudo combatir contra las fuerzas alemanas en Montecassino y otros lugares. Czapski vertió el recuerdo de sus experiencias en la Unión Soviética en dos textos publicados clandestinamente en Polonia y que luego fueron reunidos en un único volumen, al que su autor añadió un tercer texto, relativo a la polémica sobre la atribución de las matanzas de Katyn. El conjunto, publicado con el título de En tierra inhumana (originalmente el título del segundo texto, con ventaja el de mayor extensión), es sin duda un invaluable testimonio sobre las iniquidades del estalinismo.
Józef Czapski (1896-1993) nació en el seno de una familia aristocrática, vivió su infancia en Bielorrusia y cursó estudios de derecho en San Petersburgo, tras lo cual se decantó por su verdadera vocación: la pintura. Fue alumno de Bellas Artes en Varsovia, Cracovia y París, trabando contacto en la capital francesa con lo más granado de las artes de vanguardia. Espíritu inquieto y ávido de saber, admiraba ante todo a Cézanne, amaba la literatura y era capaz de dictar conferencias sobre Proust, en el campo de Griazovetz (su segunda estación en el gulag), o sobre la teoría de la relatividad, cuando se ocupaba de actividades educativas en el nuevo ejército polaco. Profesaba convicciones democráticas y en sus días en la Academia de Bellas Artes de Cracovia (a comienzos de los años veinte) se opuso activamente a la oleada de nacionalismo y antisemitismo que en 1922 culminó en el asesinato de Gabriel Narutowicz, segundo presidente de una Polonia recientemente independizada. La carrera artística de Czapski se vio interrumpida en 1939 cuando fue movilizado por segunda vez en su vida (la primera fue en las postrimerías de la Primera Guerra Mundial); detentando el grado de capitán, cayó prisionero del Ejército Rojo el 27 de octubre de aquel año. Tras una etapa de cautiverio, de penurias y de modestas satisfacciones en lo que debía ser el germen del ejército de una Polonia liberada, volvió a radicarse en Francia, país en que reanudó su quehacer pictórico, materializando además su amor por las letras en la fundación de un Instituto de Literatura en Maisons-Laffitte, en las proximidades de París.
En las memorias de Czapski queda constancia de un itinerario sombrío, que muy especialmente en su primera etapa asemeja las estaciones de un calvario. Apenas hace falta decirlo: las condiciones de vida en los campos de concentración eran espantosas; lo mismo ocurría en las mortíferas marchas a que se sometía a los reclusos cuando se los trasladaba de un campo a otro. Como reflejan el testimonio de nuestro autor y el de sus compatriotas cuya voz recoge el libro, tales marchas recuerdan –salvo en la escala- a las del genocidio armenio, en los años de la Primera Guerra Mundial, y parecen un anticipo de las llamadas “Marchas de la muerte” de 1945, cuando los alemanes evacuaron a los maltrechos supervivientes de sus campos de concentración y los forzaron a recorrer grandes distancias a pie y en las peores circunstancias imaginables, resultando en altos porcentajes de mortandad. Tras la liberación, la narración se enfoca primero en la etapa de la búsqueda de los desaparecidos –Czapski estrellándose contra la burocracia moscovita- y luego en la etapa del nuevo ejército polaco, que es al mismo tiempo una historia de esperanza y de desventuras… y de arduos desplazamientos por la inmensidad del territorio soviético. En el desempeño de sus actividades oficiales y en sus diversos recorridos, a bordo de trenes y en sus obligadas estancias en hospitales, Czapski tuvo ocasión de contactar con gentes de todos los niveles y de diversas etnias, desde altos funcionarios hasta sencillos obreros. Tuvo, pues, la oportunidad de sufrir una «iniciación en la inmensidad de la miseria humana», interiorizándose de los pormenores de un régimen que hacía gala de un sistemático desprecio de la vida humana y que imponía a sus súbditos una atmósfera opresiva. Dramático es el contraste entre la Rusia de la alborada revolucionaria y la Rusia de Stalin, un cuarto de siglo después. Czapski estuvo en el Petrogrado de 1918 y disfrutó de los aires de libertad aún imperantes; era un tiempo en que un simple estudiante como él podía discutir llanamente con las autoridades. Consolidada la dictadura estaliniana, esto resultaba impensable. La maquinaria del terror y la infranqueable distancia entre gobernantes y gobernados lo sofocaban todo. Los mismos soviéticos se maravillaban de la libertad y el desparpajo con que los refugiados polacos ventilaban entre sí sus diferencias. Ni hablar de la realidad social. Al respecto, el testimonio de Czapski es lapidario: «La diferencia de nivel de vida entre un oficial especialista y un simple soldado, entre un alto funcionario y un campesino hambriento de un kolkhoz –koljoz, granja colectiva- de los alrededores de Chkalov, no era substancialmente más pequeña de la que separa a un banquero de un obrero en los “podridos” países capitalistas…»
Al valor testimonial del libro se añaden sus cualidades literarias. La escritura de Czapski es pulcra, precisa, rotunda cuando corresponde, carente de remilgos y siempre fluida. El sostenido pulso narrativo redobla el interés de la lectura, cautivante por su mismo contenido. A despecho de su tema central, no es un libro que rebose acrimonia o que se regodee en la sevicia. Algunas pausas a modo de párrafos descriptivos revelan de cuerpo entero al pintor, a un Czapski que ni siquiera a un país derrengado por la perversidad ideológica y por la guerra –una tierra inhumana- podía dejar de ver con ojos de artista, sensible a las formas, el color y los efectos lumínicos. Así, por ejemplo, en pleno cautiverio: «Era a finales de noviembre y, al rayar el alba, de pronto explotó más allá de los muros rojos de nuestro edificio un cielo lleno de bengalas y de nubes rosadas y rutilantes cual descargas eléctricas entretejidas de estelas de un color añil chillón. Sobre este fondo, la empalizada recién construida con recios leños puntiagudos lució con un resplandor rojizo y dorado, la garita de madera, que no estaba iluminada por los rayos de sol, se tiñó de zafiro y, detrás de la valla, se perfilaron en la lejanía unos árboles gigantescos de troncos azules más claros que el cielo y cubiertos de guirnaldas de chovas y cornejas negras». O bien, en la frontera asiática, durante una de sus varias convalecencias: «Me pregunto qué otro efecto benéfico, además de ofrecerme la amistad humanad, ejerció sobre mí Ak-Altyn –un pueblo en Turquestán-: me permitió mirar por la ventana durante horas y ver en su marco pintado de blanco un cielo siempre azul, límpido, despejado, sin una sola nubecilla, muy claro por la mañana y cada vez más oscuro a medida que avanzaba el día, pero de nuevo resplandeciente, aunque teñido de verde, al atardecer. Pensaba en cómo extraer aquel sonido azul, aquel grito del marco blanco sobre el fondo del cielo azul, y recordaba haber visto muy pocos cuadros que evocaran un cielo idealmente limpio con objetos destacándose en él, y eso que había visto miles y miles de obras de arte». (Cursivas en el original.)
Un libro que, si se quiere, se lee con triple satisfacción, pues su autor iba a contrapelo de las peores seducciones ideológicas del día, lacras que desgraciadamente no tienen visos de extinguirse. Ya está dicho que abominaba Czapski del nacionalismo y el antisemitismo, tan extendidos entre sus connacionales. Lo que se aprecia en las memorias es un espíritu ecuánime que no duda en denunciar la estupidez de algunos de sus compatriotas, como aquel que en medio de una conferencia cita los Protocolos de los sabios de Sión como si fueran un texto sagrado; o el caso de un antiguo terrateniente y oficial de caballería que desprecia a un embajador polaco por no ser sino un científico y un académico, a buen seguro incapaz de cabalgar correctamente; para mayor abundamiento, un reaccionario, este oficial: el sujeto amenazaba con romperle la cara a cualquiera que le fuese con la cuestión de la reforma agraria. Por otra parte, Czapski detesta como es natural al régimen bolchevique y sus agentes; recela de una Rusia –el estado ruso, para decirlo con precisión- que históricamente ha sido el ogro de sus vecinos –si lo sabrán los polacos-; mas no odia a los rusos, ni a los ucranianos, ni a los demás habitantes del imperio soviético. Desea fervientemente un cambio de régimen, para bien de los propios rusos. Adora por otra parte la gran literatura rusa, refiriéndose en diversas ocasiones y siempre en términos elogiosos a poetas como Pushkin, Blok, Belyi, Pásternak y Anna Ajmátova (a quien pudo conocer personalmente); y a narradores como Dostoievski, Tolstói, Lérmontov, Chéjov y Gorki, entre otros (al primero lo menciona y lo cita repetidas veces).
Tratándose de literatura, surgen inevitablemente en el libro los nombres de Adam Mickiewicz, el poeta nacional de Polonia, y Henryk Sienkiewicz, cuya Trilogíanovelística es el gran referente literario del patriotismo polaco. Czapski cuenta que en el campo de Griazoviets se colaron algunos ejemplares de la Trilogía, muy apetecidos por unos reclusos que se solazaban leyendo las inspiradoras hazañas de Kretuski, Volodiovski y demás héroes de Sienkiewicz.
En tierra inhumana es un libro impresionante por muchas razones y como documento testimonial resulta imperecedero. Puestos a escoger algún incidente significativo, fácilmente puede optarse por uno cercano al desenlace. Integrando un grupo de polacos que está a punto de cruzar la frontera con Irán y en que también se halla nuestro autor, un chiquillo de corta edad y precaria salud descubre el omnipresente retrato de Stalin, colgado en la oficina de la aduana, e inmediatamente le dirige su puñito cerrado; para el niño, el tirano sólo representaba hambre, miseria y sufrimiento. Esta expresión de rabia impotente, doblemente impactante por provenir de un niño, fue la impresión postrera de Czapski antes de abandonar el ominoso país.
- Józef Czapski, En tierra inhumana. Acantilado, Barcelona, 2008. 489 pp. Fuente: www.hislibris.com