La Viena de fin de siglo, Carl E. Schorske


La Viena de la segunda mitad del siglo XIX presenció el ascenso de la burguesía austríaca, el auge y fracaso del liberalismo y la progresiva decadencia del imperio austro-húngaro como potencia internacional. Fue en este contexto que se gestó uno de los períodos álgidos en la historia de la cultura, con la ciudad danubiana como centro neurálgico. Toda una pléyade de artistas e intelectuales de renombre tuvo en Viena su escenario privilegiado, protagonizando un auge cultural que fue aupado por la prosperidad económica de la pujante clase media y por su intenso aunque frustrado protagonismo político. Semejante telón de fondo explica el peso internacional adquirido por la cultura austríaca en ámbitos a los que la tradición aristocrática había relegado a un segundo plano. En efecto, el prestigio cultural de Viena provenía hasta entonces de la arquitectura y de las artes escénicas (música y teatro), patrocinadas por la corona y por la aristocracia. Sin que estas disciplinas sufrieran merma alguna –en realidad ocurrió lo contrario-, la consolidación de la burguesía conllevó el ascenso de las letras, la pintura y la ciencia austríacas, todas las cuales, dicho sea de paso, se vieron beneficiadas por la invaluable inyección de vitalidad aportada por el judaísmo vienés; es este un detalle imposible de soslayar: fueron en grandísima medida individuos de origen judío -artistas, intelectuales y patrocinadores- los que hicieron de la Viena del 1900 uno de los hitos dorados en la historia de la civilización occidental. 
El historiador estadounidense Carl E. Schorske (Nueva York, 1915) publicó en 1980 La Viena de fin de siglo, libro que desde entonces es considerado un clásico en materia de estudios culturales. Conformado por una serie de ensayos temáticamente concatenados, se trata de un libro que refleja la erudición y la capacidad interpretativa de su autor, quien practica en sus páginas una brillante síntesis de historia socio-política y análisis estético-cultural. Trabajo poliédrico, en el primer plano de sus ensayos alternan diversas corrientes y momentos emblemáticos de la política y la cultura así como una serie de nombres señeros: Schnitzler y Hofmannstahl, Kokoshka y Schoenberg, Gustav Klimt, Freud y el psicoanálisis; los políticos antisemitas Georg von Schönerer y Karl Lueger y el padre del sionismo, Theodor Herzl; la construcción de la Ringstrasse y el nacimiento del moderno urbanismo; la literatura austríaca en una perspectiva genérica. La Viena de fin de siglo explora la interacción entre cultura y política en la capital imperial durante las décadas finales del siglo antepasado, con especial énfasis en las dinámicas sociales experimentadas por la burguesía vienesa. Una clase, explica Schorske, que no llegó a asimilarse con la aristocracia y que jamás pudo sustraerle del todo el predominio político, en vista de lo cual nunca pudo prescindir del nebuloso favor de la monarquía; factor decisivo en un estado plurinacional en que la figura del emperador –con el formalismo ceremonial que lo rodeaba- era el vector de cohesión y lealtad política por excelencia.
A lo largo del referido período, la burguesía reservó al arte funciones distintas en concordancia con las vicisitudes de su devenir político, marcado al final de la centuria por la derrota del liberalismo. Inicialmente, apadrinar el arte fue para la burguesía una forma de compensar la falta del prestigio social que le habría granjeado la asimilación con la aristocracia; más tarde, cuando el contexto político se tornaba adverso, el arte le proporcionó una vía de escape, un refugio de una realidad amenazante. No es casual que Hofmannsthal asociase directamente la devoción burguesa por el arte con la angustia que provocaba el fracaso cívico. Por otra parte, la singularidad del contexto vienés puso al arte y los artistas en una situación extraordinaria, distinta de la vivida en el resto de Europa. A lo largo y ancho del continente, la práctica del arte por el arte suponía una ruptura de los lazos sociales; dicho de otro modo: el esteticismo europeo solía ser una protesta contra el adocenado orden burgués. En la Viena finisecular, en cambio, el esteticismo fue una expresión afirmativa de la burguesía y un distintivo del origen social. Lo que se verificó en la capital imperial fue una estrecha alianza entre el arte y la clase media elevada, estamento cuyo inicial entusiasmo cívico perdió fuelle con relativa prontitud y que transfirió su potencial entusiasta a la esfera del arte. En palabras del autor, en Viena «la vida artística sustituyó a la acción. De hecho, a medida que la acción cívica se tornaba cada vez más inútil, el arte se transformaba en una religión, fuente de sentido y alimento para el espíritu». Esta alianza debió sufrir la arremetida de uno de los motivos cruciales del arte austríaco finisecular: la rebelión de los hijos, que en política significó nada menos que el repudio del liberalismo de los padres.
La arquitectura y el urbanismo fueron los ámbitos en que la susodicha unión hizo su estreno. La clase media alta se encumbró al poder en la década de 1860 a raíz de las derrotas militares del imperio Habsburgo, y la remodelación del centro de la capital fue el símbolo de su ascenso. Edificios públicos y residencias particulares erigidos en la fastuosa avenida circunvalar, la Ringstrasse, representaron el triunfo del espíritu burgués, laico y liberal, que en construcciones como el Parlamento y el Ayuntamiento encarnaba su voluntad de oponer el peso de la ley al poder arbitrario, mientras que edificios como la Universidad, el Museo, el Teatro y la Ópera materializaban las aspiraciones de la cultura secular. La Ringstrasse fue a la vez foro y monumento iconográfico del liberalismo austríaco. Más tarde, el contexto político propició el auge de la célebre Secesión, uno de los episodios fundamentales del arte vanguardista. Impregnado de un espíritu innovador, el movimiento artístico protagonizado por arquitectos y pintores como Otto Wagner, Joseph Maria Olbrich y Gustav Klimt -entre otros- recibió el espaldarazo del estado, cosa excepcional en una Europa cuyos gobiernos eran profundamente conservadores en materia artística. Según Schorske, este apoyo derivaba de la delicada composición multiétnica del imperio: enfrentado a un creciente conflicto de rivalidades lingüísticas e identitarias, el estado veía con buenos ojos a los artistas de la Secesión, a quienes los animaba un sincero cosmopolitismo y cuyo programa ambicionaba una síntesis cultural que enaltecía el tradicional universalismo del imperio austro-húngaro.
Las corrientes artísticas y literarias dieron cuenta de la acentuada declinación del liberalismo, dinámica confirmada por el paradigma antropológico en boga: el psicoanálisis. La clásica concepción racionalista del hombre fue puesta en entredicho por la revolución freudiana, y si a esto se suma el influjo irradiado por la obra de Schopenhauer, Kierkegaard y Nietzsche, el resultado es una atmósfera cultural que tendía a ubicarse en las antípodas del racionalismo, con grave menoscabo del realismo estético y del ethos empirista y utilitario del liberalismo austríaco. Las vanguardias artísticas hicieron de la ruptura con la tradición un programa radical e irrenunciable, estimulando el desprecio de las ortodoxias académicas y la experimentación sin traba alguna. El moralismo y la reproducción mecánica de la naturaleza fueron desplazados por la indagación sociológica y el análisis sicológico desinhibido, con una fuerte inclinación hacia los claroscuros de la sexualidad. Novedad, juventud y rebeldía fueron las enseñas del arte característico del momento; la rebelión generacional contra los padres fue el signo de la época. Entre los artistas y escritores de la nueva hornada –escritores como Schnitzler y Hofmannstahl, pintores como Klimt y Kokoshka-, la preceptiva irreverencia se tradujo en un rechazo del credo liberal de los padres, al que identificaban con una cultura de corto aliento, mezquina y moribunda. Finalmente, la generación más joven de artistas, creadores como el mismo Kokoshka, el compositor Arnold Schoenberg y el arquitecto Adolf Loos completaron el círculo del rupturismo: al contrario que sus predecesores, ya no hablaban en nombre de la burguesía a la que pertenecían y procuraron emancipar su obra de la asignada función social (arte como una forma de evasión y de enmascaramiento de la realidad).
En política, mientras tanto, las personalidades emblemáticas fueron los antisemitas Schönerer, padre del pangermanismo, y Lueger, adalid del socialismo cristiano y célebre alcalde de Viena, además de Theodor Herzl, fundador del sionismo. Los tres surgieron de la matriz liberal, de la que renegaron con vistas a aglutinar a las masas que el liberalismo había postergado. «Para Schönerer –escribe Schorske-, los liberales nacionalistas alemanes eran los peores traidores entre los alemanes y los más peligrosos entre los liberales. Para Lueger, los liberales católicos, pusilánimes pero bien establecidos, constituían el principal obstáculo para la renovación que proponía el socialismo cristiano. Para Herzl, los judíos liberales “ilustrados” formaban parte de su misma clase social e intelectual pero, en su ceguera, se negaban a reconocer la naturaleza de su propio problema como judíos. El liberalismo: voilà l’enemmi». Más allá de sus profundas divergencias doctrinarias, los tres dirigentes tenían en común el repudio de un paradigma que no satisfacía las ansias espirituales de unas masas que añoraban las bondades (idealizadas) de un orden social premoderno, esa Arcadia perdida. Fuente: hislibris