¿Casi una experiencia religiosa?
Andamos necesitados de sentido. Mucho. Tanto que algunas dimensiones de la vida se terminan convirtiendo en mucho más de lo que en realidad son. Ahí tenemos el fútbol. Moviliza personas, pertenencias, fidelidades y odios. Tiene sus catedrales –los grandes estadios– y sus pequeñas capillas –cualquier bar o sala de estar donde un enorme televisor de plasma retransmita los partidos–. Tiene sus símbolos; un pin, un escudo, y colores litúrgicos que se inscriben en camisetas, gorras y bufandas. Sus himnos se cantan con reverencia, devoción y a veces lágrimas. Tiene su gloria (la Champions) y su infierno (el descenso, la derrota). Tiene su santoral propio, y un buen panteón de divinidades. Messi fue dios una temporada; Maradona lo había sido antes que él. Otros vendrán. Guardiola y Mourinho tuvieron su culto. Ahora el “Cholismo” es la corriente ortodoxa, y su “partido a partido” la nueva doctrina. Salirse de eso es herejía, al menos mientras no lleguen las derrotas. El gran acto de culto se celebra en los estadios. Pero hay otros rituales: el sorteo de un torneo, las periódicas entregas de premios que encumbran a unos y desplazan a otros. Las celebraciones en fuentes de las ciudades acostumbradas a ganar. El mundo se prepara ahora para la liturgia suprema, en Brasil, en menos de un mes. Una serie de instituciones velan por el conjunto de este culto. Se llaman FIFA, UEFA, y a su frente están los sumos sacerdotes Platini, Blatter, o Angel María Villar, que ocupan palcos, dan ruedas de prensa y pontifican sobre el planeta fútbol. Y luego, infinidad de creyentes, unidos a su equipo por lazos invisibles, pero tan sólidos como unos votos. Fieles que viven con tal intensidad la pertenencia que el fútbol les lleva a las lágrimas o al éxtasis.