Adiós a un amigo.

Adiós a un amigo
José Nun
Para LA NACION
Jueves 28 de octubre de 2010 | Publicado en edición impresa


En este momento tan penoso, quiero hablar del Kirchner que yo conocí. Un mediodía de 2004 me llamó por teléfono y me propuso un encuentro para esa misma tarde. Fui a su despacho, donde me recibió Alberto Fernández. A los pocos minutos entró Néstor y, simulando un aire solemne, me dijo: "Te ofrecí un par de cargos que no aceptaste. Ahora, como miembro de un movimiento que algunos han tildado de autoritario, te ordeno que me respondas que sí". Adivinando de qué se trataba, contesté: "Sí". "Entonces, sos el nuevo secretario de Cultura de la Nación, con rango de ministro". Después del abrazo y de mi agradecimiento, agregué: "Si no lo tomás a mal, me gustaría ponerte dos condiciones". "Cómo no? dijo?. Sentémonos a la mesa."

La primera condición era más o menos obvia: que se aumentara el presupuesto de la Secretaría. Sin vacilar, el presidente dijo que eso iba de suyo y que, de lo contrario, no me hubiese convocado. Doy testimonio de que tanto él como su jefe de Gabinete hicieron honor a esas palabras, ampliaron los recursos de Cultura y nunca me retacearon su apoyo. "¿Y la segunda condición?", preguntó. "Que yo tenga total libertad para designar a mis colaboradores." Recuerdo literalmente la respuesta de Kirchner: "Desde luego. ¿Cómo te imaginás que podría ser de otro modo?". Ocupé el cargo durante cuatro años y medio. Rindo aquí un público homenaje a Néstor (y también a Alberto Fernández) declarando que jamás interfirieron en forma alguna en mi labor. Por el contrario, me ayudaron cada vez que lo pedí.

Como deseo mantener esta evocación en el plano personal, me limitaré a unos pocos ejemplos. Desde 2005, yo lo asediaba a Néstor con un ambicioso plan de actividades preparatorias del Bicentenario, encabezado por mi idea de reconstruir un edificio de la Secretaría para transformarlo en la Casa Nacional del Bicentenario. " ¿No te parece que te estás anticipando demasiado?", me preguntó. Bastó que le explicase por qué pensaba que debíamos trabajar duro para que el período 2010/16 se convirtiera en un momento catártico que uniese a todos los argentinos y nos permitiera superar lo que Joaquín V. González había bautizado en 1910 como la ley histórica de la discordia nacional, para que me diese su autorización.

En otra oportunidad le conté que estaba proyectando el programa Libros y Casas, destinado a que cada vivienda que entregase el gobierno a los sectores de menores recursos contuviera una biblioteca con una veintena de libros. No sólo aprobó la iniciativa, sino que se entusiasmó muchísimo con ella y, junto con su esposa, fue uno de sus mayores propulsores.

Con estos rápidos trazos, intento hacer la semblanza de un político de singular agudeza, dotado de una gran intuición y siempre dispuesto a separar la paja del trigo. También la de un hombre franco, amigable, sin remilgos y con una clara sensibilidad popular. Le tocó presidir el país en una época muy difícil, con la pesada herencia neoliberal de una industria destruida, de una deuda pública insostenible, de una pobreza y desocupación excepcionales, de una desigualdad en aumento y de los niveles de privatización y de extranjerización de la economía más altos de la posguerra. Sin embargo, supo sacar la nave a flote y ponerla en un rumbo de crecimiento notable y sostenido, sin créditos externos y mejorando la situación de millones de argentinos.

Quien suponga que el instinto de un político puede ser siempre infalible o es un fundamentalista o es un tonto. En estas tierras de la discordia, por supuesto que, en medio de sus aciertos, Kirchner también cometió errores e incurrió en omisiones. Mucho de todo esto pudo corregirlo; el resto, queda en manos de sus sucesores lograr superarlo.

De algo no me cabe duda. Ha entrado hoy en la historia un líder de calidad muy infrecuente y hemos perdido, a la vez, a un hombre talentoso y entrañable. Despido con tristeza a un amigo. © La Nacion